Algunos parecen «honestos», porque no se animan, o no saben cómo o no tienen con qué: les encantaría «meter la mano en la lata» o aprovecharse del más débil pero les falta «coraje» e incluso les faltan «luces» para hacerlo, me decía mi padre. Porque para quedarse con lo ajeno o con los recursos públicos, y para ser parte de negocios oscuros, tambien se necesita algo de audacia, de capacidad y de destreza. Mas aún, hay que prestar mucha atención frente a las personas que necesitan repetir todo el tiempo que son «honestas» y «sinceras», que hablan «desde el corazón» o que lo hacen «con todo respeto»: es muy probable que no lo sean y no hablen desde alli, o que no sean lo que dicen ser.
Con un pedacito de poder (público o privado), ahí sale todo a la luz: son capaces de cualquier cosa, inclusive de pisotear, dar vuelta la cara a un amigo o de cosas aún peores, comenzando por considerar que los recursos públicos, «naturalmente» les pertenecen o se mezclan con su patrimonio personal y que el que no roba esta «enfermo de honestidad» o carece de «inteligencia».
De todos modos, hay una mayoría apreciable de gente para la cual hacer las cosas bien -no robar y desempeñarse con celeridad y eficacia- es parte de su naturaleza constitutiva. Esta mayoría no agita banderas al respecto: actúa como corresponde cada día y en cada cosa que llega a sus manos. Y no lo hace por temor al castigo o porque espera una recompensa utilitaria sino porque tiene presente la voz de su conciencia e incluso el respeto por si misma y por sus congéneres.