En nuestra habitual columna de los jueves, la semana pasada, de alguna manera, anticipábamos lo ocurrido este domingo con los partidarios de Bolsonaro. Como por razones técnicas no pudo exponerse el contenido en Las Flores Digital, aquí transcribimos lo dicho ese pasado jueves.
La palabra populismo resulta bastante controversial. Se la asocia a la demagogia, a la irresponsabilidad y a un distribucionismo clientelar de corto plazo.
Pero a veces, se la intenta mezclar o confundir con genuinas iniciativas populares de promoción de la movilidad social ascendente y a la igualdad de oportunidades. O sea se denomina también populismo al intento de un desarrollo con justicia social, asimilándolo erróneamente con las improvisaciones de acciones puramente electorales y clientelares, sin un rumbo ni un plan medianamente ordenado, a parches para cooptar voluntades y simpatías.
Y ¿por qué traigo ahora este tema?, porque la palabra populismo se ha vuelto a poner sobre el tapete con la reciente asunción de Lula en Brasil y con el forzado paralelismo con Cristina Fernández de Kirchner. Aunque, a esta altura, podríamos adelantar que Cristina se parece más a Bolsonaro que a Lula.
El término populismo se suele usa para desacreditar al adversario, a alguien que se supone sin ideas más o menos coherentes. Pero meter en una misma bolsa a todo lo que se aparte de los modelos republicanos convencionales, llamándolos «populistas» nos hace naufragar en definiciones vacías, que agregan más confusión ya que populista podría ser cualquiera, desde el radicalismo de cuna yrigoyenista hasta el peronismo histórico, el kirchnerismo y ahora, lo habría sido Bolsonaro al igual que ahora lo sería el actual presidente Lula. Ahora bien, si todos son populistas, en definitiva nadie lo es: porque de esta manera, estamos ante una caracterización que, más que aclarar, oscurece.
Por ello -sin desmedro de procurar poner límites a las intolerancias y arbitrariedades de coaliciones, surgidas del voto democrático, que adquieren pretensiones hegemónicas- es una simplificación que lo que no encuadre con el molde republicano europeo reciba el mote de «populista».
En este sentido, se busca forzar un paralelismo entre el gobierno que lidera Cristina Fernández, desde la vicepresidencia, y el presidente Lula Da Silva de Brasil.
Empecemos por considerar aquello que podemos comparar entre los escenarios y comportamientos electorales entre Brasil y Argentina. En primer lugar, en la última elección Brasil demostró estar polarizado y así, se pudo observar una nación partida en dos.
También la Argentina esta partida en dos o en tres y contamos con un núcleo duro kirchnerista, que no sabemos cómo podría reaccionar si el kircherismo pierde la elección en 2023, pero sí sabemos, porque nos alertaron en más de una oportunidad, que si Cristina llega a tener condena firme de la justicia se produciría una fuerte reacción (parecida al bolsonerismo brasilero), más aún considerando que el atentado que sufrió la Vicepresidente en su propio domicilio, tenía como custodia a su guardia de más confianza, La Cámpora.
Mientras tanto, Lula que no es Cristina, luego de haber reñido furiosamente contra Bolsonaro en un cruce afiladísimo, en su último discurso post elección, el líder del PT enunció que “A partir de enero de 2023, voy a gobernar para 213 millones de brasileños, no existen dos Brasiles, somos un único país, un único pueblo, una gran nación” y continuó: “A nadie le interesa vivir en un estado permanente de guerra. Este pueblo está cansado de ver al otro como enemigo”.
Ahora, si queremos marcar otras coincidencias de Cristina con Bolsonaro, podemos mencionar que ambos no cumplieron con el rol constitucional de participar de la transmisión del mando, como una forma de de quitar legitimidad al acto.
Pero existen innumerables diferencias entre el krchnerismo y el PT. Lula viene de una situación familiar de carencia extrema, y de largas luchas por llegar a la presidencia, en la cual fue derrotado por quien hoy es uno de sus aliados Henrique Cardoso. A su vez. Lula tiene a favor sus dos mandatos anteriores en los cuales Brasil mostró un fuerte crecimiento, con una marcada reducción de la pobreza (sacó a 30 millones de la pobreza) e incluso con un reconocimiento fuerte en la política mundial. Su ideología en el poder es pragmática y ha sido capaz de incorporar a su gabinete a nueve partidos opositores. Es partidario de los equilibrios fiscales sin renunciar a su compromiso de terminar con el hambre que ahora afecta a 33 millones de brasileños.
Es cierto que luego de retirarse del poder, con el 85% por ciento de popularidad, Lula tuvo un hecho de corrupción vinculado a una dádiva, que aparece menor frente al saqueo kirchnerista. Pero batalló legalmente para defenderse y logró que la Corte Suprema anulara su condena, cumpliendo con 2 años de cárcel, sin por ello atacar constantemente a la Justicia, la cual hoy el kirchnerismo pretende llevar a un Juicio Político. Obviamente, este Juicio no prosperará en las Cámaras y generará nuevas confrontaciones y falta de respeto a la división de poderes.
Lula quiere romper el aislamiento de Brasil, apuesta a revitalizar el Mercosur y el UNASUR. Coloca en el centro de su gestión los temas de medio ambiente, comenzando por oponerse a la deforestación.
En sus mandatos, encarnó una izquierda moderna, no autoritaria. Sin ir más lejos, eligió como compañero de fórmula a Geraldo Ackmin, su antiguo adversario, el que además será ministro de industria y comercio. Y así sucede con varios de sus ministros, ya que todos ellos reconocen en Lula un liderazgo del que hoy carece la Argentina.
Todo está por verse. El Brasil de hoy no es el que 20 años atrás vio a Lula ingresar al poder, pero sus primeros pasos marcan a un mandatario maduro, capaz de lograr un Brasil que vuelva a ser una relevante potencia mundial, que revitalice políticas en común con Argentina, a la par de atender a los sectores más desvalidos con recursos presupuestarios que ya logró en las primeras horas de su asunción.