Fidel fue un líder con fuerte empatía (sostenido en su primer etapa por gran parte de las instituciones del mundo capitalista desarrollado, incluidos los Rotary Club) que, con 300 cuadros guerrilleros, derrocó al dictador Batista, transformándose luego en un mandatario autoritario, que se recostó en el stalinismo de la URSS e impuso un modelo de partido único y fue un duro represor frente a los que no pensaban como él.
Creemos, no obstante, que actuaba según las convicciones del izquierdismo e internacionalismo en boga: era una respuesta beligerante a democracias inexistentes, endebles o cooptadas por los poderosos de turno.
Alcanzó inicialmente importantes logros, particularmente la rotunda disminución de la mortalidad infantil y el significativo desarrollo y democratización de la educación, la cultura y la salud, que incluso fueron reconocidos hace un tiempo por Obama, que intentó dejar atrás el bloqueo, en histórica decisión.
Los jóvenes e intelectuales latinoamericanos (y de gran parte del mundo) de aquella generación de los ’60 y del ‘70 se enamoraron de la épica de esa fase originaria del castrismo y del guevarismo. Se aunaba allí atractivamente la lucha armada y un romántico aventurerismo, a lo que se agregaba un marxismo elemental y la entusiasta adhesión del catolicismo que abrazaba la «Teología de la Liberación». Primó una impronta “exportadora” en la cual se apostaban a sustituir la democracia convencional por la guerrilla urbana o rural, adiestrando cuadros y exportando fórmulas llave en mano, para uso del mundo colonial y semi-colonial.
Incluso hasta John William Cooke -que fuera delegado de Perón y partícipe activo del acuerdo con Frondizi en 1958- tuvo un proceso de conversión a este tipo de socialismo dictatorial a partir de su paso por la Isla.
En su momento fui a Cuba, invitado a exponer en un seminario en la Facultad de Desarrollo Económico, proponiendo, entre otras cosas, transformar algunas actividades del Estado en cooperativas. El silencio ante mi propuesta me dio señales que había controles que no estaban a la vista y que ante ellos muchos preferían callar. De todos modos, en todo momento me impresionó el patriotismo y el apreciable nivel de formación de los jóvenes, como así también la frustración de muchos de esos egresados universitarios que no tenían luego donde ejercer, en una sociedad con muchas carencias, muy dependiente del monocultivo, que parecía haberse quedado estancada en el siglo pasado.
Lo escuché a Fidel largas horas en una marcha de la juventud y pude apreciar también allí la grieta familiar entre quienes lo adoraban y quienes lo odiaban.
En suma, aquella isla aparecía a nuestros ojos como un anacrónico falansterio, difícil de sobrevivir así, bloqueada por EEUU y aislada de gran parte del mundo, luego del significativo apoyo que recibiera desde la ex URSS y que, ante la implosión soviética, había cesado.
A pesar de lo expuesto, creo que Fidel -con sus luces y sus sombras- fue fiel a sí mismo y a su lectura de aquella época inmersa en la guerra fría. Hoy la apertura cubana al mundo genera indicios que -a pasos agigantados- otros cambios están ingresando.
Queda la incógnita de si en Cuba logrará coexistir la interconexión con el capitalismo global, las inversiones externas y el paso a manos privadas de algunos emprendimientos estatales con aquella utopía de los barbados fundacionales.
(*) Ex presidente del INAES. Miembro del Club Político Argentino